Ante la crisis de acogida de menores migrantes no acompañados
“Fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35)
La Iglesia contempla en la familia de Nazaret, obligada a huir a Egipto para salvar al Niño Jesús de la persecución de Herodes, el paradigma de toda familia migrante. José, María y el pequeño Jesús conocieron lo que significa dejar la propia tierra y buscar refugio en tierra extranjera. Por eso, cada menor migrante no acompañado que llega a nuestro país lleva en su rostro el reflejo del Niño de Belén: vulnerable, indefenso, necesitado de acogida y protección.
El Evangelio ilumina con claridad nuestra responsabilidad. Jesús mismo nos recuerda: “Fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35). En estas palabras se identifica con el migrante, con el forastero, con el menor que cruza fronteras solo y desamparado. Acogerlo no es una opción secundaria, es un criterio de fidelidad al Evangelio y de juicio definitivo ante Dios. Al mismo tiempo, el mandato evangélico nos recuerda: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). Reconocemos la legitimidad de las leyes, la necesidad de que los Estados organicen y regulen los flujos migratorios con prudencia y justicia, pero afirmamos también que hay un ámbito que ninguna ley puede contradecir: la dignidad inviolable de cada persona, especialmente de los más pequeños.
Obligaciones legales
Conviene recordar que la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor y la propia Constitución Española establecen obligaciones claras e ineludibles: todo menor que se encuentre en territorio nacional tiene derecho a ser protegido, asistido y tutelado de forma integral, sin distinción de nacionalidad o situación administrativa. Esto significa que, más allá de debates políticos o partidistas, existe un marco jurídico vinculante que obliga a las instituciones públicas a garantizar la seguridad, la educación, la salud y el desarrollo pleno de cada niño, adolescente y joven. La protección de los menores no acompañados no es, por tanto, una opción, sino un deber legal que se suma a la exigencia moral y cristiana de acogida.
Magisterio de la Iglesia
El Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta tensión fecunda en el número 2241: las naciones más prósperas tienen el deber de acoger a quienes buscan seguridad y medios de vida dignos, las autoridades pueden establecer condiciones prudenciales para esa acogida en orden al bien común, y los inmigrantes están obligados a respetar con gratitud las leyes y el patrimonio espiritual del país de acogida. Estos tres principios han de integrarse, sin olvidar que, cuando hablamos de menores, el deber de solidaridad adquiere una fuerza mayor. Ante un niño o adolescente que llega solo a nuestras fronteras, la prioridad moral es proteger, acoger y acompañar.
No obstante, es importante subrayar que no se pueden generalizar las dificultades de unos pocos a todo un colectivo. Puede haber casos en los que algunos menores tengan problemas legales o encuentren obstáculos de integración, y en esas situaciones debe aplicarse con rigor la legislación vigente. Pero no podemos criminalizar a quienes, siendo la gran mayoría, estudian, trabajan y se esfuerzan por integrarse dignamente en nuestra sociedad. Estigmatizar a todos por las faltas de unos pocos es injusto y contrario tanto a la verdad como al espíritu cristiano de acogida.
Dimensión teológica y pastoral
Para los cristianos, la migración no es un hecho accidental de la historia, sino un verdadero signo de los tiempos que interpela la fe y la vida de la Iglesia. La Biblia está atravesada por experiencias de movilidad, de exilio y de acogida: Abraham, llamado a dejar su tierra; Israel, que se reconoce como pueblo migrante —“mi padre fue un arameo errante” (Dt 26,5)—; la huida de la Sagrada Familia a Egipto; y la vida itinerante de Jesús, que no tuvo dónde reclinar la cabeza. En este horizonte, la teología nos enseña que la identidad del Pueblo de Dios se configura precisamente en el camino, en el reconocimiento de que somos peregrinos y forasteros, y que en el encuentro con el migrante se nos revela algo esencial del rostro de Dios.
La teología nos recuerda también que toda persona migrante lleva inscrita en sí la dignidad de ser imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-27). Ninguna etiqueta jurídica, social o cultural puede reducir esa dignidad, porque no depende de papeles ni de fronteras. Por eso, san Ambrosio denunciaba ya en el siglo IV a quienes expulsaban a los migrantes en tiempos de hambre, cuando más necesitaban ayuda. La Iglesia, en continuidad con esta tradición, afirma que acoger al forastero no es un gesto de generosidad opcional, sino una exigencia de justicia y de fidelidad al Evangelio. Si Dios mismo se hizo migrante en Jesús, entonces cada vez que encontramos a un menor no acompañado y lo acogemos, estamos acogiendo al mismo Cristo en nuestra historia.
Orientaciones papales y del episcopado
La Doctrina Social de la Iglesia, desde la memoria bíblica de Israel —“no oprimirás al forastero, porque extranjeros fuisteis en Egipto” (Ex 22,21)— hasta las enseñanzas actuales de los Papas, insiste en que el trato al migrante es una cuestión de justicia y de fraternidad. No se trata únicamente de una respuesta asistencial, sino de reconocer un derecho fundamental cuando está en juego la vida, la integridad y el futuro de personas especialmente vulnerables como son los menores migrantes no acompañados.
En esta línea, el Papa Francisco ha propuesto articular nuestra respuesta en torno a cuatro verbos que expresan el camino de la acogida cristiana: acoger, proteger, promover e integrar. Acoger significa abrir espacio y ofrecer un lugar seguro a estos niños y adolescentes. Proteger supone garantizar sus derechos fundamentales, especialmente el acceso a la educación, a la salud y a una tutela jurídica adecuada. Promover implica generar oportunidades de desarrollo personal y comunitario, para que puedan desplegar sus capacidades y construir un futuro digno. Finalmente, integrar significa favorecer una cultura del encuentro, en la que estos menores puedan sentirse parte de la comunidad sin perder sus raíces, y en la que todos nos enriquezcamos mutuamente.
En este sentido, hacemos nuestras las palabras de Mons. José Ignacio Munilla, obispo de Orihuela-Alicante, quien ha recordado con claridad que, aunque es legítimo combatir la inmigración ilegal y exigir políticas ordenadas, nunca se puede responder con maximalismos ni con el rechazo absoluto a quienes ya están entre nosotros: “¿qué hacemos con los menores que ya están aquí?”. Nuestra propia legislación, y más aún nuestros principios morales, nos impiden abandonarlos a su suerte o dejarlos en la calle. Negarse a toda acogida supone olvidar el principio humanitario más elemental y contradecir la Doctrina Social de la Iglesia. Al mismo tiempo, Mons. Munilla insiste en que la solidaridad debe ser generosa, y no limitarse a mínimos que ignoren la magnitud del problema.
Llamada a la acogida
Desde Cáritas Diocesana afirmamos, por tanto, que la crisis actual de acogida de menores migrantes no acompañados debe ser leída a la luz del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia. Acoger a estos niños y adolescentes no es solo una exigencia humanitaria, es una obligación moral y cristiana. Pedimos a las administraciones públicas altura de miras y corresponsabilidad para garantizar recursos dignos y adecuados, y a la sociedad civil superar prejuicios y estigmas que cargan injustamente sobre estos menores una etiqueta de amenaza. Reconocemos también los riesgos y desafíos reales, pero creemos firmemente que la respuesta no puede ser la exclusión ni la indiferencia, sino la integración acompañada, la educación y el cuidado.
En cada uno de estos jóvenes migrantes vemos un hijo de Dios. Ellos no son una cifra ni un problema, son personas con nombre y rostro, con sueños y heridas, con el derecho a crecer en un entorno seguro y digno. Como Iglesia, como comunidad cristiana y como Cáritas Diocesana, reafirmamos que nuestra fidelidad al Evangelio se mide en la capacidad de acogerlos, acompañarlos y ofrecerles un futuro de esperanza.