Campaña

Tiende tu mano y enrédate

Campaña Institucional 2020-2021

Después de la Covid19 seguimos siendo esa misma raza humana creada y amada por Dios que dispone de la libertad para administrar, velar, defender, construir, crear, promover, sentir compasión… Pero hemos saboreado la fragilidad, la incertidumbre. Hemos notado cómo el suelo que pisamos no es tan firme como parece, cómo un pequeño bichito hace que se tambalee y nos caigamos todos sin excepción. Esto, que puede parecer trágico, es un mensaje de esperanza y vitalidad: Nuestra vida es frágil, es solo una, puede romperse con la primera tormenta. Aprovechémosla, vivamos con plenitud, generosidad y agradecimiento, porque no sabemos hasta cuándo podremos hacerlo. No somos eternos ni el ombligo del mundo.

Tenemos la oportunidad de gestar una comunidad nueva, de personas capaces de salir al encuentro de otras y lograr una convivencia más armónica y menos crispada, donde juntos podemos sembrar entendimiento y acogida para serenar y pacificar el dolor social y personal.

Con esta Campaña, «Tiende tu mano y enrédate» te invitamos a que formes parte activa y consciente en este momento de la historia que nos toca vivir, y te recordamos que ninguna persona sola puede abarcar por sí misma soluciones, propuestas, caminos. Somos con otras muchas personas, formamos, sin apreciarlo en su hondura, una misma familia humana que comparte historia y destino. Aprender a vivir juntas en armonía con la Creación, utilizando los recursos que son para todas las personas de forma sostenible y responsable, desarrollar actitudes de protección y cuidado entre nosotros, es el gran reto que nos invita a tender manos, puentes, entendimiento y diálogo. Es tiempo de realizar gestos que den sentido a la vida, a la existencia humana, y sembrar signos de proximidad y solidaridad.

Objetivos de la campaña

Animar y promover la importancia de construir tejido social en el entorno de la parroquia, el barrio, el pueblo, la ciudad, y salir al encuentro de otras personas, colectividades, asociaciones…, para tejer relaciones de cuidado, cooperación y cercanía.

Promover y dinamizar actitudes conciliadoras y propositivas de diálogo, escucha, tolerancia y encuentro, tanto a nivel personal como comunitario, para hacer posible una Iglesia comunidad de comunidades, que sea signo real de vida para los más vulnerables, y referente de esperanza en medio de la sociedad.

Concienciar de la responsabilidad que tenemos todos para construir una sociedad más humana y justa.

«Este momento que estamos viviendo ha puesto en crisis muchas certezas. Nos sentimos más pobres y débiles porque hemos experimentado el sentido del límite y la restricción de la libertad.

La pérdida de trabajo, de los afectos más queridos y la falta de las relaciones interpersonales habituales han abierto de golpe horizontes que ya no estábamos acostumbrados a observar».

Papa Francisco

Desde este lugar de misión que planta sus raíces en la tarea de abonar la tierra para que el Reino de Dios se haga posible y visible en medio del mundo, proponemos unas claves que fundamentan la campaña.

La nueva realidad que vivimos generada por la Covid19 nos ha enfrentado a la experiencia común de peligro, miedo, amenaza y muerte. Como sociedad global del siglo xxi no habíamos vivido antes una experiencia de fragilidad y limitación que nos haya descolocado tanto y nos haya sumido en una profunda corriente de incertidumbre que nos mantiene en estado de alerta.

Hemos tomado conciencia de nuestra finitud individual y colectiva y, a pesar de nuestra tendencia humana a olvidar lo que nos duele o nos incomoda, la experiencia de fragilidad compartida nos ha hecho más sensibles y receptivos al dolor de los demás, hemos reconocido y agradecido el que otras personas hayan sostenido nuestra salud, nuestra provisión de necesidades básicas, el mantenimiento de muchos servicios, situaciones a las que normalmente no damos valor especial. Damos por hecho que todo lo que recibimos y tenemos es un hecho en sí mismo que merecemos, ya sea por nuestro dinero, nuestro trabajo, o de creer que tenemos derecho sobre los de los demás. Pero pocas veces o ninguna caemos en la cuenta de que todo lo que disfrutamos y mejora nuestra calidad de vida es gracias a esa relación de interdependencia en la que cada persona aporta al conjunto de la sociedad un valor en sí mismo, y que sostiene la posibilidad de una red de recursos que mejora la vida de todas las personas.

Esta experiencia nos ha ayudado a acortar la mirada de ventana a ventana, y de balcón a balcón, y durante un periodo de largos días hemos experimentado el calor y la complicidad de las relaciones de vecindad, de apoyo y de cuidado mutuo. Nos hemos descubierto y constatado capaces de ayudar y ser ayudados por otros a través de gestos muy sencillos. Un saludo o un gesto a través de las mascarillas ha cobrado el valor de la calidez, del encuentro, de la compañía, en este desierto de afectos al que nos hemos visto abocados.

La interdependencia nos lleva a hacer descender nuestras barreras, temores y prejuicios respecto de los demás, a pesar de que ellos viven en nosotros, más allá de nuestra voluntad. Es el tiempo de agradecer y saber recibir, es el tiempo de pedir y de ofrecer.

Durante los meses de confinamiento, lo colectivo, lo que es de interés común a todos, ha puesto de manifiesto la importancia de preservar el mayor bien amenazado: la vida. Protegerla y preservarla nos ha permitido renunciar a otro bien común fundamental: la libertad. Haya sido por miedo, por obediencia o por solidaridad, la realidad es que la mayor parte de la población, en la medida de sus posibilidades de confinamiento, ha sido capaz de renunciar a salir a la calle, a sacrificar su puesto de trabajo o su negocio, hasta su propio futuro, por proteger la salud amenazada de todas las personas.

Hemos sido capaces de renunciar a intereses individuales por un interés colectivo mayor, y esto, sin que realmente seamos conscientes, nos pone en disposición de cultivar lo comunitario, el tejido social en red. La suma de esfuerzos, la colaboración como sociedad civil que tantas personas, empresas, colectivos han puesto a disposición de la protección de la vida, no puede quedar en el olvido.

La política, la educación, la sanidad, la vivienda, el transporte…, son bienes colectivos de toda la comunidad, más allá de las diferencias entre unos y otros. Proteger la vida, los derechos fundamentales, unas relaciones políticas, sociales y económicas sostenibles y justas para todas las personas, nos sitúa ante el resto de ser capaces de ver y atender a las personas que en nuestra sociedad sufren más por su vulnerabilidad, por su pobreza y por ser excluidos de la colectividad. Y hemos demostrado que sí somos capaces de hacer muchas cosas por otros. Es nuestra responsabilidad aprovecharlo.

Como seres sociales, los seres humanos necesitamos desde que nacemos el calor del abrazo, del aliento y la mirada, de sentirnos arropados y protegidos, de sentirnos cuidados. Esta necesidad primaria y vital que experimentamos desde el claustro materno no desaparece a lo largo de toda nuestra vida, ni siquiera cuando estamos próximos a morir. Es quizás, en ese sagrado momento en el que nos acercamos al final de la vida, cuando más necesitamos de los demás y de esa capacidad de cuidar, acompañar y amar.

El amor es el eje central del acompañamiento y el cuidado que, si en algún momento se concibe como responsabilidad o deber, el amor los transforma en don. La experiencia de ser acompañada o ser cuidada dignifica a la persona en toda su plenitud existencial haciéndola objeto de Amor, el mayor Bien Común que da sentido a la vida.

La experiencia de confinamiento y la obligada distancia social han puesto a prueba nuestra capacidad de acompañar y la forma en que nos acompañamos los unos a los otros. La necesaria ausencia de contacto físico y el mantener distancia ha encapsulado los abrazos y los besos, y nos ha hecho abrir ventanas, las de nuestras casas y las digitales para abrazarnos en la distancia, transformando el encuentro interpersonal en un parapeto de pantallas ante las que es imposible compartir aromas, latidos de corazón y roces de manos. Es posible que nuestra mirada se haya hecho más corta y miope, por eso necesitamos recrear el encuentro, acompañar la soledad y cuidar a los más desprotegidos y frágiles.

Acompañamiento y cuidado que necesita de la mística. Necesitamos una espiritualidad que cuide y alimente nuestro compromiso social, nuestro ser cuidadores de la fragilidad humana y ecológica. Porque no será posible comprometerse con cosas grandes solo con doctrinas sin una mística que nos anime, sin unos móviles interiores que impulsen, motiven y den sentido a la acción personal y comunitaria (cf. LS 216).

Esta espiritualidad, que nutre la pasión por el cuidado, se fundamenta en el Dios en quien creemos, el «Todocuidadoso». La historia de la salvación está atravesada por la iniciativa cuidadosa de Dios que con su misericordia no se cansa de ofrecer nuevas oportunidades para la reconciliación y la trasformación de las personas, las relaciones, los pueblos y toda la creación (Is 49,15, Os 11,1-8). Este Dios cuenta con nosotros como jardineros-custodios (cf. Gn 2,15). Nuestro referente es Jesús es el buen samaritano, el Hijo encarnado que permanece al lado para calmar, vendar y levantar a los heridos en cualquier dimensión de nuestra humanidad.

La experiencia de fragilidad nos ha hecho ver que no somos el centro del universo ni lo prepotentes y todopoderosos que muchas veces pensamos que somos. Nuestra manera de pisar esta Tierra nos muestra de manera sobrecogedora que nuestro instinto depredador es mayor de lo que estamos dispuestos a aceptar. La explotación de los recursos naturales, la permisividad de nuestros sistemas de gobernanza mundial ante la pobreza extrema de millones de personas en busca de asilo, de refugio, de hogar y oportunidad, nos conforman en una especie cruel capaz también de dar la vida por los demás con generosidad, capaces de sumar ingenio, habilidad, conocimiento, recursos, protección y solidaridad.

La Covid19 no nos ha hecho mejores ni peores personas. Somos esa misma raza humana creada y amada por Dios que dispone de la libertad para administrar, velar, defender, construir, crear, promover, sentir compasión… y tantas otras potencialidades que somos. Pero hemos vivido una experiencia de fragilidad única que nos brinda la oportunidad de gestar una humanidad nueva, una comunidad de personas capaz de salir al encuentro de otras para colaborar con los demás y contribuir a lograr una convivencia más armónica y menos crispada y polarizada, donde más que enemigos podemos ser cómplices, donde juntos podemos sembrar entendimiento y acogida para serenar y pacificar el dolor social y personal.

Estamos invitados a salir al encuentro unos de otros para construir futuro desde el presente, tejiendo comunidad, compasión, cuidado, cooperación, calidez, «cultura del encuentro», compartiendo lo que somos y tenemos.

«Es necesario, por tanto, que la parroquia sea un “lugar” que favorezca el “estar juntos” y el crecimiento de relaciones personales duraderas, que permitan a cada uno percibir el sentido de pertenencia y ser amado. La comunidad parroquial está llamada a desarrollar un verdadero “arte de la cercanía”. Si esta tiene raíces profundas, la parroquia realmente se convierte en el lugar donde se supera la soledad, que afecta la vida de tantas personas».

Y en esta inmensa y apasionante tarea no podemos dejar de cultivar la esperanza y la confianza que hacen que nos pongamos en movimiento, dispuestos para caminar siempre en salida, desde nuestro pequeño mundo particular a ese otro universo donde nos encontramos con otros pequeños mundos tan sagrados como el nuestro.

De esta crisis no podemos salir solos, cada uno por su cuenta. Ante una vulnerabilidad compartida hemos de ir de la mano, pues somos interdependientes. Se necesitan personas con mucha paciencia, con la mirada puesta en los más frágiles, y con una firme voluntad de llegar a acuerdos y de aplicarlos. La fuerza y poder de cada uno, sumado al de los demás, en clave comunitaria, nos ayudará a salir de esta situación y a construir una sociedad, un país y una humanidad más humana y justa.

Este no es el tiempo de la indiferencia, del olvido y la división, sino el tiempo de activar la caridad y la esperanza, de tomar partido por los que están viviendo situaciones de fragilidad y dolor, el tiempo de los cuidados: de nosotros mismos, de los otros y de la creación; el tiempo de trabajar juntos para eliminar las desigualdades y reparar la injusticia, que mina de raíz la salud de toda la Humanidad. En definitiva, este es nuestro tiempo, el de la caridad, para ser testigos de la fe, promotores de fraternidad y forjadores de esperanza.

Por eso se hacer imprescindible preguntarnos cómo podemos activar la esperanza en nuestros corazones para que crezca la confianza en este tiempo tan necesario.

Materiales para trabajar la campaña